Toda España llora la muerte de Gabriel. Tras doce días de intensa búsqueda, llenos de sufrimiento, dolor y una mínima esperanza, se ha conocido el fatal desenlace de este niño almeriense de apenas 8 años. Son muchas y muy variadas las muestras de solidaridad con los padres provenientes de todos lados, así como las expresiones dolor –auténtico– experimentado ante el asesinato de un pequeño al que la mayoría no conocíamos, pero que ha estado muy presente en nuestras vidas durante todo este breve periodo de tiempo. No faltan tampoco las peticiones de prisión permanente e, incluso, las llamadas a la aplicación de la Ley del Talión a quien o quienes le han quitado la vida. Es la consecuencia del eco mediático que ha tenido esta tragedia, un eco que debería darse también ante acontecimientos de similar naturaleza que, sin embargo, no son noticia.
Más allá de todo ello, que no deja de ser puro sentimiento –aun sincero–, se echa en falta una reflexión más profunda acerca de los motivos de esta muerte. No basta con señalar que “la sociedad está podrida” ni con mantener que “el ser humano está muy mal”. Tampoco con expresar nuestra indignación en conversaciones y redes sociales. Quedarnos ahí es, sencillamente, permanecer en lo superficial. Si queremos realmente que este crimen tenga algún efecto en nuestra realidad, todos hemos de hacernos preguntas: ¿Por qué ocurren estas cosas? ¿Qué puede llevar a asesinar a un niño a alguien de su entorno? ¿Por qué la vida cada vez vale menos en nuestra sociedad? ¿Qué podemos hacer, individualmente y como comunidad, para evitar este tipo de muertes? ¿En qué estamos fallando a nivel político y legislativo, pero, sobre todo, cultural y social? ¿Qué ha de cambiar, en nosotros y en nuestro mundo, para que el amor se imponga al odio?
Hoy no es un día de lamentos. Si queremos que algo cambie, hoy ha de ser un día de preguntas.
Grupo Areópago
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