Las cifras de la turismanía son espectaculares: España ha recibido más de 58 millones de turistas del extranjero en los primeros ocho meses del año 2019, más que el total de su población (ver INE). El año anterior, se cerró con más de 82,5 millones de visitantes, casi el doble de la población española. Eso sin contar con el turismo interno, que son otros 42 millones de desplazamientos en 2018 (ver Tourspain).
Parece que viajar se está convirtiendo en una necesidad prioritaria, el turismo ha pasado de ser una actividad de lujo a una rutina vital. El abaratamiento de los vuelos, las nuevas modalidades de alojamiento y el conocimiento previo de los destinos gracias a internet son, sin duda, factores que han acelerado esta tendencia, pero ninguno de ellos explica un cambio tan radical. Las razones hay que buscarlas en un profundo cambio cultural.
En la segunda mitad del siglo XX, el ideal de vida pasó de querer ser buenos a querer ser ricos (consumismo posesivo); el afán del tener se propagó por toda la sociedad. En el siglo XXI estamos pasando de querer ser ricos (poseer) a querer probar, sentir (consumismo de experiencias). Ahí es donde el turismo ofrece grandes posibilidades: conocer nuevas gentes, nuevos sitios, probarlos, vivirlos por un momento… Los profesionales le llaman “turismo experiencial” y hacía ahí se va orientando la industria.
El efecto de esta avalancha en las zonas que reciben a los turistas es contradictorio, por un lado, mejora las posibilidades de la industria turística que sostiene gran parte de la economía, por otro, orienta la vida urbana a los turistas, desatendiendo las necesidades de los autóctonos que acaban sintiéndose incómodos en su propia casa.
Algunos destinos intentan adaptarse, transformándose en una especie parques temáticos, con el riesgo de desplazar a los habitantes originales. Otros, intentan restringir el turismo, pero eso es tan difícil como detener un río caudaloso.
Las causas profundas de este incontenible deseo de viajar pueden venir de muchos factores: el mayor nivel de vida, el sentirse ciudadano de la aldea global, las nuevas formas de relación social (parece que compartir un selfie en un sitio exótico tiene más valor social que compartir unas cervezas con los vecinos), la curiosidad, el desarraigo con lo local, el temor a sentirse solo, la huida de los problemas cotidianos… Unas son positivas y otras negativas, y ambas merecen nuestra reflexión personal.
GRUPO AREÓPAGO
Deja un comentario de forma respetuosa para facilitar un diálogo constructivo