Firma invitada de don Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo: «Suicidios y otras alteraciones»

Nuestra sociedad está preocupada: cada vez sube más el índice de suicidios entre adolescentes y jóvenes; y se buscan las causas, pues es necesario afrontar lo que está pasando. Se habla de acoso escolar (bullying) y otros acontecimientos que les suceden a los chicos en esta edad, que les desequilibran. Incluso, como causa, se habla de salud mental, de necesidad de psicólogos y psiquiatras que afronten “como expertos” lo que muchas veces no pueden hacer los padres y los maestros. Se habla también de la influencia de los grupos a los se incorporan ellas y ellos, cuando salen de ambiente de casa.

                    Ser joven es, sin duda, vivir una de las etapas más apasionantes de nuestra vida; seguro que también es una de las más desafiantes y complejas. Algunos de los jóvenes quizás rechazan esta etapa de la vida, porque quisieran seguir siendo niños o desean una prolongación indefinida de la adolescencia y el aplazamiento de las decisiones. En algunos, esta situación produce ansiedad; en otros, el miedo. Sin embargo, es normal que surjan conflictos en este periodo de tiempo. No olvidemos que la juventud está marcada por el deseo de vivir y aprovechar al máximo el presente, por querer apurar en tantas ocasiones hasta el límite el momento.

                    En demasiadas ocasiones este “vivir a tope” el día a día sólo demuestra un deseo de escapar de los pequeños fracasos que experimentamos, en una sociedad tan competitiva, en la cual únicamente vale el triunfo, fácil o difícil. De ahí que en los chicos el presentismo se pueda convertir en una fuga del sinsentido, una huida del vacío que conduce a la nada. No tendríamos nada que decir, si este presentismo fuera una disposición a celebrar la vida, si fuera expresión de un vitalismo agradecido con tantos regalos y tanta belleza que somos capaces de experimentar, sobre todo en esta edad. No es extraño, pues, que muchas decisiones de nuestros adolescentes y jóvenes, que tienen que ver con cómo manejar la amistad, el amor e incluso las relaciones afectivas, lleven consigo preguntarse para qué estoy en esta vida. Sobre todo, si esas experiencias personales se viven como “esos pequeños fracasos”. Estamos, en mi opinión, ante esos momentos propicios donde puede aparecer el conflicto, bien ante un bullying u otras circunstancias que hagan pensar a los muchachos en el suicidio o en otras decisiones peligrosas, si no piden ayudan o si no se la dan.

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                    Situación compleja, para la que no valen recetas. Tampoco hablar sin más de culpabilidad o recurrir al clásico comentario: “¡Cómo está la juventud! En mis tiempos…”. A mí gustaría únicamente fijar mi atención en un tema preocupante. Es normal que haya conflictos y dificultades en esta edad juvenil. Hay que recurrir a todas las posibles soluciones, entre la que está la más importante: querer a esos chicos y chicas que a los adultos nos sacan de “nuestras casillas”. Pero no sé si hemos olvidado hoy uno de los hechos más determinantes que tienen que ver con los desafíos de estos chicos: la ausencia de Dios de su horizonte y perspectiva, cuando lo están necesitando; es decir, la negación práctica de la fe cristiana (también de otras maneras de trascendencia). Lo que sigue a esta negación es su sustitución por nuevas propuestas de sentido “sin Dios”, si tener en cuenta ninguna trascendencia.

                    Los adultos hemos contribuido al desarraigo del sentido de Dios, que es también indiferencia hacia el Misterio de la vida, hacia la pregunta por Dios. Ya sé que no todos los adolescentes y jóvenes están en esta situación; conozco el esfuerzo de padres y educadores por proporcionar ayuda a estos chicos y chicas. También me doy cuenta de que Dios no ha desaparecido de tantos y tantos muchachos; que, aun no habiéndose alejado del todo de la Iglesia o del cristianismo, éste sigue siendo en tantos el entramado de su pensamiento y su conciencia moral. ¡Pero cada vez menos!

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                    Para muchos adultos, si Dios existe, no importa. En un primer momento Dios queda recluido a la vida privada, patético consuelo psicológico. Es un Dios que tiene cada vez menos que ver con la vida o que anda en paralelo a ella; de modo que se convierte en un Dios inútil y hasta dañino para la propia autonomía del hombre. Son afirmaciones que nuestros chicos han oído y “han visto” en vidas concretas de sus coetáneos y de adultos con los viven y se relacionan.

                    Ha pasado la época tanto del ateísmo clásico como de los mesianismos utópicos y marxistas. Pero, en palabras del Papa Benedicto, ha retornado el “neopaganismo”, con tantas corrientes gnósticas de tipo New Age, con sus “dioses” y “energías” para todos los gustos. El vacío que deja abandonar u olvidar el Dios personal, rechazado por el nihilismo o encerrado en la vida privada, es rellenado por una especie de espiritualidad sin rostro. Y no olvidemos que, del cruce entre mitología y tecnología, que tanto atrae a los jóvenes en la literatura, los videojuegos o el imaginario cinematográfico, nace lo sagrado moderno.

                            Es triste que tantos chavales no descubran la alegría de conocer a Dios, de alegrarse en Él, de ver la belleza de esta vida desde Dios. Contar con Dios que da sentido, que planifique nuestra existencia es un tesoro que llena de alegría. En el trasfondo de todo esto, el gran desafío de adolescentes y jóvenes, y el de los adultos, es una vida que pide, busca, exige, reclama, grita la necesidad de sentido.

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Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo

(10.03.20023).

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