Una de las noticias de la semana, que probablemente pasará desapercibida para la mayor parte de los medios de comunicación, es la detección de una mujer en Cantabria por simular el robo de su teléfono móvil a fin de cobrar el seguro que tenía contratado.
Acudió a un cuartel de la Guardia Civil con un amigo a denunciar que, encontrándose haciendo fotos con el dispositivo, un desconocido se había acercado a ellos y, tras un forcejeo, había conseguido sustraer el aparato electrónico. El acompañante prestó declaración en el mismo sentido.
La Guardia Civil, sin embargo, sospechó y, tras ciertas indagaciones, logró a través del amigo información que ponía de manifiesto que la denuncia era falsa y la interesada le había convencido para testificar a su favor con el objetivo de cobrar los 800 € del seguro. Se enfrenta ahora a pena de cárcel.
Una simple búsqueda en internet evidencia que este tipo de sucesos es realmente frecuente. Falsedad, uso abusivo de los servicios públicos, intento de estafa pero, sobre todo, falta a la verdad, se extienden cada vez más en nuestra sociedad. La popularización de la mentira probablemente haga que en noticias como esta lo menos importante para el lector sea precisamente el hecho de mentir; más allá de la condena penal, no habrá ninguna reprobación moral. Esto es lo verdaderamente preocupante: en lugar de reconocer y aceptar la verdad objetiva -la mujer perdió el móvil y ha de asumir las consecuencias- se opta por mentir con el fin de ocultar la responsabilidad propia y, además, obtener ilícitamente una cantidad de dinero por ello. Seguramente en algunos casos funcionará. Pero la mentira persistirá en la conciencia de la persona y en la verdad objetiva de la realidad.
Justificar la mentira nos hace menos libres a nivel individual y nos debilita como comunidad.
GRUPO AREÓPAGO
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