Es importante, a mi modo de ver, conocer el ambiente cultural en el que se mueve nuestra sociedad. Hace más de cien años que Auguste Comte diagnosticara que aquella sociedad de entonces habría pasado históricamente a través de tres estadios: del estadio teológico-ficticio, por el estadio metafísico-abstracto, hasta el pensamiento positivista; este último estaría destinado a abarcar sucesivamente todos los ámbitos de la realidad. En lugar de positivista, pongan ustedes progresista y verán como en la actualidad muchos piensan que ya estamos gozando de ese estadio y, por ello, sería sería mejor olvidarse de los otros anteriores.
Según este modo de pensar, en ese estadio por fin se conseguirá examinar y reelaborar, también de modo científico-positivista, el sector más complicado de los tres, el más escurridizo, la última fortaleza de la teología, la defendida durante más tiempo (por siglos y siglos), esto es, los fenómenos morales, el ser humano mismo en lo propio de su ser de hombre y mujer. Con el progreso del pensamiento exacto, se creía que perdería terreno paulatinamente el misterio de los teólogos. Y, claro, la cuestión de Dios llegaría a ser necesariamente, como consecuencia de esta evolución del pensamiento positivista/progresista, una cuestión superada, que la conciencia abandonaría sin más como superflua. La cuestión de si existe Dios dejaría de plantearse por sí misma.
Es innegable que muchos círculos en nuestra sociedad comparten hoy la conciencia formulada por A. Comte: la cuestión de Dios no significa ya nada para el pensamiento. Se piensa que la hipótesis de Dios ya no es necesaria para comprender nuestro mundo. Más grave es, a mi entender, que también entre los creyentes se difunde cada vez más el sentimiento de que la fe cristiana se ve superada sin más por el “progreso” intelectual. Es decir, que el mundo de la fe queda como algo inalcanzable. Dios ha sido, de algún modo, apartado de la experiencia cotidiana de la vida por una grandísima cantidad de los que habitan junto a nosotros, con los que trabajamos, de los que somos vecinos, de los que gozan de tantos momentos de ocio en esta sociedad del espectáculo.
Pero curiosamente hoy, existe, aunque pueda parecer paradójico, un anhelo de fe: el mundo de la planificación y de la investigación, de la inteligencia artificial incluso, del cálculo exacto y de la experimentación, no basta por sí solo, como se ve claramente entre muchos, aunque no sepan qué les pasa y por qué sienten un malestar interior.
Es preciso, pues, seguir reflexionando todavía acerca de la singular situación del ser humano actual que acabamos de presentar, antes de tratar de definir el verdadero sentido de la fe. En efecto, una de las características de nuestra existencia actualmente es, no solo de malestar frente a la fe, que existe, sino también el malestar frente al mundo dominado por la ciencia; y solo si describimos este doble malestar, haremos una descripción correcta de la necesidad para nosotros los cristianos de “creer y saber”. El problema de creer y saber no nos lo podemos ahorrar, si queremos hacer un servicio, un bien, a nuestros contemporáneos, para los que “creer” es algo desfasado, de otro tiempo. Sabiendo, además, que muchos “creyentes” participan también de este problema de unir “creer y saber”.
¿Cuáles son las características de creer, de la fe en Dios y en Cristo? Hay que decir ante todo que la fe no es una forma disminuida de ciencia natural, un primer grado del saber, destinado a desaparecer cuando llega el verdadero saber. No es un saber provisional. Son muchas las veces que en nuestro idioma la palabra “creer” tiene el sentido de “creo que esto fue así”; por tanto, significa lo mismo que “opinar”. Pero si decimos: “te creo”, entonces la palabra adquiere un sentido totalmente diferente. Entonces significa: “me fío de ti, confío en ti”; tal vez incluso: “pongo mi confianza en ti”. El tú del que me fío me da una certeza que es diferente, pero no menos sólida que la certeza que viene del cálculo y del experimento.
Y éste es el sentido que tiene la palabra “creer” en el contexto del credo cristiano. La forma fundamental de la fe cristiana no es: “creo algo”, sino: “creo en Ti”. La fe es una apertura a la realidad, que es propia solo de quien tiene confianza, de quien ama, de quien actúa como ser humano y, como tal, no depende del saber, sino que es originaria como éste; más aún, es un elemento más sustentador y más central que el saber para lo que es propiamente humano. La fe es, pues, adhesión a Dios, que nos da esperanza y confianza.
Pero esta adhesión a Dios no carece de contenido: es la confianza en que Dios se ha mostrado en Cristo y en que solo podemos vivir confiados en la certeza de que Dios es como Jesús de Nazaret y, por consiguiente, en la certeza de que Dios lleva al mundo y a mí en Él. Resulta claro que este contenido, visto así, no es comparable a un sistema científico, sino que presenta la forma de confianza. Naturalmente, es importante para la Iglesia y para sus miembros, a causa de la predicación constante, hacer continuamente este intento de comprender también los pormenores y todos los detalles puntuales de la fe. La apertura a la revelación de Dios, a su Palabra y la teología es actividad vital para la Iglesia, que vive cada día de la fe.
Pero la generación actual debe ser consciente también de que esta situación no se da solo en la teología. La física progresa en sus conocimientos porque, entre otras cosas, partiendo de diferentes observaciones singulares, formula después un modelo que explica estos fenómenos a partir de un todo, los inserta en un contexto global y, a partir de ahí, ofrece la posibilidad de seguir avanzando. Es decir, nos obligamos a una búsqueda ulterior. Por eso, nunca se puede hacer totalmente inteligible la unidad de creer y saber. Pero una persona sigue siendo cristiana mientras se esfuerce por prestar su adhesión central a un punto doctrinal cualquiera, mientras trate de pronunciar el sí fundamental de la confianza, aun cuando no sepa situar bien o resolver muchas particularidades de ese punto doctrinal de la fe cristiana.
Habrá momentos en la vida en que, por la oscuridad de la fe, tendremos que concentrarnos realmente en el simple sí: “creo en ti, Jesús de Nazaret; confío en que en ti se ha mostrado el sentido divino por el cual puedo vivir mi vida seguro y tranquilo, paciente y animoso”. Mientras está presente este centro, el ser humano está en la fe, aunque muchos de los enunciados concretos de ésta le resulten oscuros y, por el momento, no practicables. Porque la fe, en su núcleo, no es, digámoslo una vez más, un sistema de conocimientos, sino una confianza.
Por todo ello, concluimos esta reflexión con unas lúcidas palabras de J. Ratzinger/Benedicto XVI: “La fe cristiana es “encontrar el Tú que me sostiene y que, a pesar de la imperfección y del carácter intrínsecamente incompleto de todo encuentro humano, regala la promesa de un amor indestructible que no solo aspira a la eternidad, sino que la otorga. La fe cristiana vive de esto: de que no solo existe un sentido objetivo, sino que este Sentido me conoce y me ama, de que puedo confiarme a él con la seguridad de un niño que en el tú de su madre ve resueltos todos los problemas. Por eso, la fe, la confianza y el amor son, a fin de cuentas, una misma cosa, y todos los contenidos alrededor de los que gira la fe, no son sino concretizaciones del cambio radical, del ´yo creo en ti´, del descubrimiento de Dios en la faz de Jesús de Nazaret, el hombre” (J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Salamanca 1970, pp. 57-58).
Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo
19.03.2025.
GRUPO AREÓPAGO
Deja un comentario de forma respetuosa para facilitar un diálogo constructivo