En una conferencia pronunciada en Oxford en 2005, el arzobispo de Granada, monseñor Javier Martínez, afirmaba: “Considero que ese sistema de la ideología liberal o razón secular es el mayor peligro para la libertad de la Iglesia y el porvenir del mundo”. ¿Dónde está la causa de tan rotunda afirmación? Justamente en la opinión de quienes piensan que la ideología dominante en todos los países y en todos los ámbitos de la actividad humana (política, económica, social, cultural) es el liberalismo heredado de la Ilustración. ¿Es esta una buena noticia para los cristianos? Parece ser que no.
Pero hemos de explicar más cosas para entender por qué la ideología liberal es un peligro aún mayor que el comunismo u otros sistemas políticos o religiosos: porque, al avanzar enmascaradamente, apenas suscita resistencia en la gente. Y esta es la opinión y la convicción profunda sobre este fenómeno también de otros autores buscadores de Dios en nuestra sociedad convulsa. Estos autores no están en contra de la libertad o la democracia. Pero sí que ven que el proyecto liberal o moderno aspira a la creación de un mundo que sería “puramente humano”, un mundo que, después de haber domesticado y más tarde rechazado el mundo cristiano, lo sustituiría. Un mundo de la anticultura de la muerte, que da a luz un tipo de humanidad alienada, que se disuelve en el nihilismo.
Pero el arzobispo de Granada no pretende ser original. Muchos grandes hombres y mujeres del siglo XX tuvieron esta intuición antes que él, ya fueran cristianos (Péguy, Chesterton, Eliot, Bernanos, Soloviev, etc.) o no (Arendt, Horkheimer, Finkielkraut…). Permítanme, pues, una reflexión acerca de lo que se llama modernidad, realidad que tiene ya al menos 200 años. No es, por tanto, una jovencita. La nueva teología de muchos de estos autores ingleses y norteamericanos, que llamaríamos “política”, gusta de utilizar el concepto de “razón secular”, más amplio que el de liberalismo. Lo secular, el siglo, remite al saeculum tal como lo invoca san Pablo cuando escribe a los cristianos de Roma: “No es acomodéis al mundo presente (saeculum, en latín), antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente” (Rom 12,2). El cristiano es invitado, pues, a no modelarse sobre lo “secular”, sobre lo que el mundo tiene de extraño para Dios, de imperfecto, de malo, en sus maneras, sus modos de pensar y de actuar.
En realidad, la razón secular no es la razón como tal, sino solo un modo contingente, condicionado históricamente, de una razón limitada, encogida. Y su carácter reductor o reductivo explica por qué no ha podido producir un mundo de paz, de libertad y de alegría, pese a los avances tecnológicos y tantas cosas buenas de nuestro mundo. Al mutilar al hombre concreto, mujer y varón, se ha manifestado incapaz de fundamentar una sociabilidad real, que tantas veces ha acabado en violencia y en una época de vacío de tantas vidas.
¿Cuáles son las causas de todo esto? Para describir los efectos hay que remontarse, efectivamente, a las causas, reconstruir el origen de lo secular. Y, en este caso, nos remontamos mucho antes del siglo de las Luces, en concreto hasta el final de la Edad Media. Comienza entonces un proceso de fragmentación de la síntesis cristiana conseguida en aquella época. De modo que la secularización tiene por origen, ya por entonces, la transformación de la necesaria distinción entre la naturaleza y lo sobrenatural en una separación entre esos dos órdenes de la realidad. Esa compartimentación proviene de un olvido progresivo de la doctrina de la participación de todas las criaturas en su Creador.
Al aplicar a la sociedad el esquema de los dos fines del hombre –un fin “natural” al que se sobreañade un fin “sobrenatural”—emergió lo que se llama “averroísmo latino” en ese final de la Edad Media. Pero, de este modo, se radicalizó progresivamente lo que en un principio no era más que una distinción formal (y no real). Un proceso de este tipo conduce lógicamente a la supresión de todo lo que sobrepasa la razón humana comprendida cada vez más como dueña y medida de todas las cosas. Lo real es lo que yo controlo. Por ello, el humanismo del Renacimiento lleva, vía Descartes, a la Ilustración y después al nihilismo: privado de su razón de ser, vaciado de su sentido, el universo llega a ser incomprensible.
El mundo moderno es un mundo que ha estallado, un mundo fragmentado, un mundo donde la naturaleza se separa de la gracia, lo natural de lo sobrenatural, lo cultural de lo religioso, lo espiritual de lo temporal, la espiritualidad de la teología, la ética de la revelación, etc. En este sentido, por ejemplo, distinguir lo político de lo económico viene a ser defender el “libre mercado” de la injerencia del Estado. En este liberalismo, la moral igualmente tiende a no ser más que un dominio bien delimitado, restringido a las relaciones personales.
Y más aún, la “religión”, concepto cuyo uso corriente actual fue inventado en la linde del mundo moderno para someter la Iglesia al Estado. De modo que, al convertirse la religión en una esfera particular de la actividad humana al lado de las demás esferas (como la filosofía, la moral, las artes y las ciencias), la fe se desgaja de las realidades humanas cuando, sin embargo, debería vivificar no desde el exterior, sino desde el interior. Henri de Lubac escribía (en su obra El misterio de lo sobrenatural, Madrid 1991): “Queriendo proteger lo sobrenatural de toda contaminación, se le había exiliado fuera, tanto del espíritu viviente como de la vida social, y el campo quedaba libre para la invasión del laicismo: Hoy, ese laicismo, prosiguiendo su ruta, emprende la invasión de la conciencia de los mismos cristianos”.
De manera que, en nuestro mundo occidental, la “religión” ya no es una forma auténtica de conocimiento de lo real, sino el dominio puramente privado y subjetivo del sentimiento y de la preferencia personal. Y la Iglesia no se percibe como Cuerpo de Cristo, Pueblo de Dios, sacramento de la unidad de la unidad, sino como reagrupamiento –entre otros– de individuos que comparten ciertas creencias y ciertos valores de una moral de obligación al estilo de Kant y después al modo relativista de la ética personal. Los cristianos pierden el sentido de su pertenencia eclesial como pertenencia a una comunidad rica en historia, en tradición y cultura: la Iglesia.
¿Qué sucede? Pues que la presencia cristiana en el mundo moderno se revela peligrosa y se hace incomprensible la escuela concertada, por ejemplo, u otras presencias. ¿Cómo no se ha reaccionado contra esta visión de la realidad? Evidentemente, los cristianos no han esperado al comienzo del siglo XXI para oponerse al secularismo, al laicismo, al liberalismo y a todas sus consecuencias. No obstante, la Iglesia no ha logrado contrarrestar globalmente las estrategias de la razón secular. En ocasiones, además, ha habido en cristianos intentos de hacerse aceptar por esta razón adoptando su lenguaje, en un cierto “progresismo” cristiano que utiliza o el marxismo como instrumento para comprender la naturaleza y la historia, o un conservadurismo que se sirve del liberalismo como herramienta para interpretar la sociedad social y económica.
Es preciso reencontrar la Iglesia como espacio creado por el Dios trinitario para la realización de la humanidad, y la fe como reconocimiento de ese hecho. Esa comunidad es anterior a la tradición, esa comunidad es la Iglesia. Una comunidad única que, en virtud de su institución, es la manifestación del Reino de la paz en este mundo, el lugar inicial de la renovación de la comunidad humana. Los miembros del Cuerpo de Cristo necesitan salir de su aislamiento, pues en la sociedad rota por la secularización subsisten personas, familias, parroquias, escuelas, movimientos y monasterios que viven intensamente el amor de Dios. Sí, necesitan salir de su aislamiento y retejer los vínculos eclesiales y, por tanto, sociales.
Como escribía san Juan Pablo II, “hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: ése es el gran reto que se nos presenta en el milenio que comienza” (Novo millennio ineunte, 2001, nº 43). No ser un gueto, sino una vida en común, una verdadera vida de familia, siempre abierta a la vida y a la sociedad. Aprendamos en la Iglesia a mirar de otra manera la realidad, a conocer todas las dimensiones de la experiencia humana y a desarrollar todos los tipos de relaciones sociales, comprendidas las políticas y económicas.
+Braulio Rodríguez Plaza, Arzobispo emérito de Toledo.
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