En la compleja situación social y política del pueblo español, hace ya tiempo que vuelve a producirse en España no una sana crítica sobre nosotros mismos (pues, al igual que en otros países, “hay de todo, como en botica”), sino, como en otros momentos de nuestra historia, sobre todo en periodos agudos de confrontación cívica para nada deseables, una detestación de nuestra manera de ser los españoles. Junto a ello, ha aparecido un sentimiento que puede definirse como hartazgo de nosotros mismos, de nuestra tierra, de nuestra idiosincrasia, de nuestra historia, como si se tratara de una maldición: no hay manera de que cambiemos, siempre nos pasa lo mismo, estamos como siempre, sin rumbo. De esa manera se nutre el desencanto y la desesperanza, y eso no alienta un espíritu de solidaridad y de generosidad. En palabras del Papa Francisco: “Hundir a un pueblo en el desaliento es el cierre de un círculo perverso perfecto” (Fratelli tutti, 75).
Esto es muy peligroso cuando el covid-19 nos asedia, con su secuela terrible de crisis económica, falta de empleo, empresas y negocios cerrados, descontento y desconcierto. Estamos con las mismas rutinas, pero sin cambiar nuestros vicios, los típicos españoles, ni haber aprendido casi nada de la pandemia que nos tuvo casi 4 meses confinados y de cómo salir juntos, buscando el bien común, con una vida más virtuosa y menos egoísta, envidiosa, individualista. ¿Cómo es posible que esto ocurra con tanta gente buena, virtuosa, responsable, solidaria, capaz de ayudar a otros que están en medio de nuestra sociedad? ¿Qué nos pasa, pues, a nosotros los españoles? ¿Tenemos que empezar de cero otra vez y volver a nuestros comportamientos fratricidas, de enconamiento en nuestras relaciones, sin alcanzar un horizonte menos partidista, sin salir de lo nuestro?
No hay tal maldición. Se puede salir. Y lo primero a rechazar es aceptar esa supuesta maldición, que nos lleva a creer que no somos como los demás pueblos y que hay que volver al peor pasado de nuestra historia. No hay razón para ello. Mi percepción de la vida española en estos último 60 años vislumbra muchos episodios negativos, pero muchísimos positivos, que llenaban de esperanza y, sin caer en un chovinismo molesto y malsano, de alegría por ser español. ¡Cuánto esfuerzo de tantas personas por superar dificultades, por abrirse paso en momentos difíciles desde los años 40, tras la guerra civil! ¿Por qué no sentir que somos un pueblo que merece la pena y, con sus defectos, unirnos para ser España, con lo que somos y no lo que no deberíamos ser? Todo eso sin olvidar que tenemos que aprender de otros pueblos comportamientos buenos y que conducen a la justicia y al bien común.
Pensemos, pues, en tantas cosas que poseemos que nos invitan a superarnos. Volvamos a la familia, al sitio donde aprendemos a amar y a crecer como personas, lugar imprescindible para una sana salud cívica. En la familia aprendemos igualmente a relacionarnos con los demás, a tener amigos, a vivir con ellos en un proyecto común casi sin darnos cuenta. Volvamos a ser pueblo con cosas comunes que hacer o proyectar; volvamos a nuestros barrios, en ciudades y pueblos, para sentir la tierra que nos acoge donde vivimos, aunque trabajemos en otros lugares distintos; volvamos a España.
Nuestra historia está llena de realidades que nos gustan, aunque tenga tantos episodios no para olvidar, pero sí para asumir superando viejos vicios. En un periodo difícil y complejo, supimos votar una Constitución en forma de Monarquía Parlamentaria y abrirnos a otro horizonte que no fuera confrontación, odios, envidias, injusticias, no considerando a los adversarios como enemigos. ¿Con ello ya acabaron los odios, las envidias, las injusticias, la confección del bien común, el trabajo para todos? Por supuesto que no, pero la Transición abrió un camino que, si ahora nos empeñamos en cerrar, no volveremos a comenzar de nuevo, sino que será mucho más difícil compaginar y encauzar las diferentes maneras de ver y organizar la vida civil, las legítimas diferencias.
Por desgracia para todo el pueblo, ha aparecido el revisionismo como manera de solucionar nuestros problemas, de querer cambiar o redactar la historia de los últimos cien años “a mi manera” y de volver a las ideologías, que parecen dar un tono de superioridad a los que sostienen “las suyas”, no las del pueblo español. Todo esto teniendo como telón de fondo el covid-19, pero también un Parlamento que, en ocasiones, parece una jaula de grillos vociferante, con insultos por doquier y pocas soluciones objetivas y prácticas, sin buscar la verdad y el bien mejor para nuestro pueblo.
Los españoles no lo hacemos todo bien, aunque podríamos hacerlo, porque gente buena y con ideas hay. Pero, ¿qué hacen nuestros dirigentes, nuestras autoridades? No educan al pueblo; no les interesa, ni han sacado consecuencias de estos últimos meses. No me refiero ahora a la situación sanitaria de un problema como el covd-19 extremadamente grave. Por lo que a mí respecta, tendrán que ser otros, dedicados al ejercicio de la crítica política, quienes puedan pedir cuentas de esta o aquella forma de proceder de nuestros políticos a la hora de encarar la pandemia, que es mundial, con la correspondiente responsabilidad política en estos últimos 7 meses. Tampoco me refiero ahora a la educación y enseñanza, pese a ser un punto en el que no debemos dejar que falte a los padres libertad para educar a sus hijos según sus convicciones religiosas y morales.
Quiero decir que nuestros dirigentes no educan en el campo de las virtudes humanas. “A los hombres y mujeres hay que ofrecerles la visión de una sociedad en la que les fuera más fácil ser buenos”, decía P. Maurin, activista católico de la primera mitad del siglo XX. Nos responderán nuestros políticos que no es ese su cometido en la sociedad. Sin duda que no es campo sencillo y donde nuestros dirigentes han de ser conspicuos para no caer en dirigismos. Pero educar en las virtudes humanas es posible, sin moralismos. Por el contrario, piensen, por ejemplo, en cómo educan y deseducan cuando prometen en campañas electorales realidades que no están en su mano y donde priman solo intereses electorales. Hablen con verdad, respeten a los adversarios políticos. Su cometido en la sociedad es el servicio a los ciudadanos; también en su tarea legislativa y ejecutiva, si pertenecen a los diferentes parlamentos o gobiernos.
Deseo repetir algo que he dicho en otras ocasiones: las diferencias ideológicas entre partidos o entre los que se dedican a la tarea política interesan poco al resto de la sociedad; nos interesa más su gestión correcta. Y no pueden tener en vilo a todo un pueblo por cosas que sólo les interesan a ellos. No digo que valga cualquier gestión política; pero no jueguen con nosotros como si ustedes fueran los más importantes, de manera que se creen de nuevo en España diferencias insalvables y luchas fratricidas, por no haber previsto que sus fallos, que los tienen como cada uno de los que formamos España, contienen unas consecuencias nefastas. No sería bueno bajar a ejemplos concretos, pero los hay.
Les debemos respeto y la consideración debida por ser nuestros representantes, pero jueguen poco con las gentes que formamos nuestra región, nuestras autonomías, del tipo que sean, nuestra Patria. Su esfuerzo merece, por supuesto, la pena. Activen y den cancha a tantas realidades, asociaciones, fundaciones, corrientes dignas de ser tenidas en cuenta. Eso es más urgente que vencer al adversario político. En cualquier caso, nos decimos a nosotros mismos lo que aconseja el Papa Francisco: “No tenemos que esperar todo de los que nos gobiernan, sería infantil. Gozamos de un espacio de corresponsabilidad capaz de iniciar y generar nuevos procesos y transformaciones. Seamos parte activa en la rehabilitación y el auxilio de las sociedades heridas” (Fratelli tutti, 77).
+Braulio Rodríguez Plaza, Arzobispo emérito de Toledo
Deja un comentario de forma respetuosa para facilitar un diálogo constructivo