Firma invitada de don Braulio Rodríguez, arzobispo emérito de Toledo: Fe y dignidad humana

Antes de nada, quiero alabar de nuevo el compromiso de tantas personas que estos meses están demostrando el amor humano y cristiano hacia el prójimo, dedicándose a los enfermos y mayores mientras ponen en riesgo su propia salud. “¡Son héroes!”, dice el Papa Francisco en una de sus catequesis de los miércoles de agosto. Es verdad. Sin embargo, este coronavirus no es la única enfermedad que hay que combatir. La pandemia ha sacado a la luz patologías sociales más amplias. Es la triste realidad, pues los humanos no pasamos del cero a lo infinito y, a pesar de los buenos ejemplos antes aludidos, hemos vuelto a sacar de nosotros lo peor, lo que degrada, empezando por esa insensatez de querer hace nuestra “real gana”. Es que España es el único país, donde la “gana” es real.

Sigue habiendo entre nosotros una visión distorsionada de la persona, una mirada que ignora tantas veces su dignidad y el carácter relacional entre los seres humanos. A veces miramos a los otros como objetos, para usar y descartar; ello fomenta una cultura agresiva capaz de transformar al ser humano en un bien de consumo. Basta leer lo que el Papa Francisco dijo en Evangelii gaudium, 53; también en la encíclica Laudato si´.

¿Y qué hace el gobierno de España? Como muchos gobiernos autonómicos, quieren ejercer sobre la sociedad una tutela de apariencia benéfica. Así la sienten muchos, y hay que aceptar ese punto de vista. Pero habrá que recordar, entonces, lo que dijo Alexis de Tocqueville, cuando afirma que, en efecto, los gobiernos democráticos tienen el peligro de ofrecer a una sociedad degradada y desespiritualizada la garantía, por ejemplo, de la “salud pública”, que le asegure sus goces y que vele por su suerte. Nuestros gobiernos quieren sin duda, dice Tocqueville, que los ciudadanos disfruten, pero con tal que no piensen sino en disfrutar. Trabajan de buen grado para su bienestar, pero anhelan ser el único agente y el solo árbitro. ¿Por qué no quitarles a los ciudadanos, por ejemplo, el trastorno de pensar y el esfuerzo de vivir? ¡Luego se extrañan de que muchos jóvenes no sepan renunciar al ocio que antes llenaba sus vidas! Es que muchos no piensan, no están acostumbrados.

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Dios mira al hombre y a la mujer de otra manera. Él nos ha creado no como objetos, sino como personas amadas y capaces de amar; nos ha creado a su imagen y semejanza (cfr. Gen 1,27). Es una dignidad única, pues nos invita a vivir en comunión con Él, en comunión con nuestras hermanas y hermanos, y en el respeto de toda la creación. Y en esta comunión, en esta armonía, Dios nos dona la capacidad de procrear y de custodiar la vida (cfr. Gen 1,28-29), de trabajar y cuidar la tierra (cfr. Gen 2,15; Laudato si´, 67).

  De modo que Jesús propone una visión de las cosas que no es individualista o de grupo cerrado: la del servicio y del dar la vida por los otros. Es bueno que veamos que tratar de trepar en la vida, de ser superiores a los otros, es destruir la armonía, porque es la lógica del dominio, de dominar a otros. La armonía es otra cosa: es el servicio.

Claro está: esta renovada conciencia de la dignidad de todo ser humano tiene unas implicaciones sociales, económicas y políticas. Mirar al hermano y a toda la creación como don recibido por el amor del Padre suscita un comportamiento de atención, de cuidado, de estupor. Mientras todos nosotros trabajamos por la cura de un virus que golpea a todos indistintamente, la fe nos exhorta también a comprometernos seria y activamente para contrarrestar la cultura de la indiferencia que es sencillamente: las cosas que no me tocan no me interesan. Nada bueno nos trae el individualismo, tanto personal como colectivo.

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Según el Papa Francisco (catequesis del 19 agosto 2020), la respuesta a la pandemia es doble. Por un lado, es indispensable encontrar la cura para un virus pequeño pero terrible, que pone de rodillas a todo el mundo. Por el otro, tenemos que curar un gran virus, el de la injusticia, de la desigualdad de oportunidades, de la marginación y de la falta de protección de los más débiles. Es la opción preferencial por los pobres. Esta no es una opción política, que atañería solo a un determinado grupo de católicos; tampoco es una opción ideológica, una opción de partidos políticos. Ojalá éstos opten por los más pobres y no todo se quede en promesas.

La opción preferencial por los pobres está en el centro del Evangelio. Y el primero en hacerlo ha sido Jesucristo. Él, siendo rico, se ha hecho pobre para enriquecernos a nosotros. Se ha hecho uno de nosotros y, por eso, en el centro del Evangelio, en el centro del anuncio de Jesús está esta opción. Dice el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2444): Cristo estaba en medio de los enfermos, los pobres y los excluidos, simplemente mostrando el amor misericordioso. Es más, fue considerado en ocasiones impuro porque iba donde los enfermos, los leprosos, que según la ley de la época eran impuros. He aquí, pues, unas señas de identidad de los que queremos seguir a Jesucristo: la cercanía a los pobres, a los pequeños, a los enfermos, a los presos, a los olvidados, etc. No podemos borrar de los evangelios ese capítulo tan significativo que es Mt 25. Es todo él criterio de autenticidad.

Todos estamos preocupados por las consecuencias sociales de la pandemia. Todos. A la preocupación por el contagio, cada vez más nos inquieta más volver a la normalidad que posibilite retomar las actividades económicas. Es lógico, pues el país está en malas condiciones, pero esa normalidad no debería comprender ni aceptar las injusticias sociales y la degradación del ambiente. ¿Sería posible hacer crecer una economía de desarrollo integral de los pobres y no de asistencialismo? No debería serlo a los gobiernos que se llaman progresistas; tampoco a otros de signos diferentes.

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Tenemos, claro está, la ocasión de construir algo diferente. No estoy diciendo que todo cuanto hacemos o hacen los voluntarios en el campo de la asistencia haya que abandonarlo. Quiera Dios que vayamos un poco más allá, afrontando el problema de la creación de puestos de trabajo dignos. Debería trabajarse por una economía real y no por la propaganda.

El Papa Francisco ha señalado cuatro criterios para elegir cuáles serían las industrias para ayudar: las que contribuyen a la inclusión de los excluidos, a la promoción de los últimos, al bien común y al cuidado de la creación. Pero me temo que nos tomarán por ingenuos que pensamos en idealismos irrealizables. Lo que sí sé es que hemos de trabajar por cambiar este mundo, pues siempre tenemos el ejemplo de Jesús, su gracia y su presencia misericordiosa. El Señor nos ayude, y nos dé la fuerza para salir mejores del covid-19.

+Braulio Rodríguez Plaza, Arzobispo Emérito de Toledo

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