Precisamente en estos días hace cuarenta años el Congreso de los Diputados debatía el proyecto de Constitución que los españoles refrendamos el 6 de diciembre de 1978 por una muy amplia mayoría. Fue el gran pacto que hicimos para sentar las bases de nuestra convivencia sobre los valores superiores de la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo. Pero, sobre todo, fue el gran Pacto de la Concordia, pues nació con el afán de superar los viejos litigios históricos que habían enfrentado dramáticamente a los españoles.
No fue fácil, desde luego, lograr ese gran acuerdo. Hubo que trabajar mucho. Solamente la conciencia muy arraigada de que era imprescindible por el bien de España propició los compromisos y las necesarias concesiones mutuas que se plasmaron en el texto que asumimos los españoles con nuestro voto.
La educación fue uno de los temas que generó mayor controversia. Hasta el punto que en un determinado momento la ponencia constitucional se rompió. El motivo fue precisamente la cuestión de la libertad. Hubo que hacer muchos esfuerzos para recomponer el consenso. Finalmente se logró sin que la libertad de enseñanza fuera sacrificada y quedó recogida en el frontispicio del artículo 27, junto a la proclamación de que “todos tienen derecho a la educación”.
En el sistema de libertades que en los dos últimos siglos se ha ido configurando en la vida política de Europa la libertad de enseñanza ha tenido una vida frágil y tormentosa. Ha sido la libertad menos amada por gran parte del pensamiento liberal y la más combatida por el pensamiento socialista. En el fondo lo que ha pasado es que se ha topado con la pretensión de que toda la educación debe estar en manos del Estado. Esta idea arranca de lejos. Fichte en sus Discursos a la nación alemana creó la figura del “Estado educador”. A lo largo del siglo XIX los Estados se sirvieron de la educación para sus “construcciones nacionales”. La exacerbación de los nacionalismos en la primera mitad del siglo XX, con el surgimiento de los totalitarismos causó grandes estragos en Europa. Como sana reacción, cuando, tras la segunda guerra mundial hay una voluntad de crear un nuevo orden mundial para preservar la paz, en las Declaraciones de Derechos Humanos y en los Pactos sobre derechos y libertades se proclaman las libertades educativas: la de los padres para escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos, la de la iniciativa social para establecer y dirigir instituciones de enseñanza.
Estas libertades, que se sintetizan en lo que llamamos “libertad de enseñanza”, son más necesarias que nunca: en bien de la propia educación y en bien de una sociedad libre y plural. He vivido con intensidad los problemas, los retos y las políticas de nuestra educación a lo largo de estos cuarenta años. Con esta experiencia ha arraigado en mí un creciente aprecio por las libertades educativas, las que han de ejercer los padres y la que ha de ejercer la sociedad.
Pero los tiempos que corren no son desgraciadamente favorables a la libertad en el ámbito de la educación. Vivimos un momento en que la sociedad reclama un pacto educativo para evitar los vaivenes que tanto perjudican y hacer un sistema educativo más vertebrado y cohesionado. Pero, de nuevo, algunos pretenden que el valor de la libertad sea sacrificado o, al menos, preterido.
Cuando finalizaba la segunda guerra mundial y había que reconstruir las democracias en Europa, Jacques Maritain publicó un lúcido ensayo sobre “los fines de la educación”. Observaba en él que el debate que se estaba produciendo se centraba en los medios, pero se estaba olvidando lo que era más importante: cuáles son los fines de la educación, sobre los cuales -exhortaba- es vital tener ideas acertadas.
Ahora también tenemos el riesgo de dar primacía a los medios, a los recursos, a los métodos y relegar la cuestión fundamental de los fines. Por eso reviste tanta importancia el valor de la libertad. La libertad es la que permite dotarnos de instituciones educativas fuertes, con identidad y con proyectos educativos que se propongan lo que verdaderamente es la tarea educativa: elevar a la persona en todas sus dimensiones. La escuela tiene una gran responsabilidad para llevar a cabo esta tarea. Pero necesita el concurso de las familias. Recuperar el sentido del binomio familia-escuela es clave para el éxito de la formación. Reforzar ese vínculo exige que se entable una relación de confianza y de cooperación. Si hay libertad de elección de los padres esa confianza y cooperación será más potente. Y ayudará también al conjunto del sector educativo. Porque los centros educativos no son como las gasolineras, en las que uno reposta en la que tiene a mano. Fortalecer la identidad de cada institución educativa y su ideario es vital para que se pueda dar una buena educación.
Retroceder en un marco que garantice y propicie las libertades educativas sería dramático para la sociedad española. Por ello, la defensa de la libertad debe considerarse como una prioridad en cualquier proyecto sociopolítico al servicio del bien común.
*Resumen de la ponencia “La educación como proyecto-socio político” de D. Eugenio Nasarre, el pasado viernes 23 de febrero en el III Curso de Formación Complementaria “La verdad os hará libres. Sinergias educativas para el momento presente” que cada último viernes de mes se celebra a las 18.00 horas en el Salón de Grados del Instituto Superior de Ciencias Religiosas de Toledo.
Deja un comentario de forma respetuosa para facilitar un diálogo constructivo