Uno de los grandes lemas acuñados durante la primera oleada de la pandemia, en pleno estado de alarma, que pudimos ver en balcones, ventanas y perfiles de redes sociales, fue el “todo va a salir bien”. Se proclamaba repetidamente en un contexto en el que morían diariamente cientos de personas –la inmensa mayoría de ellas pertenecientes a colectivos particularmente vulnerables–, comenzaba una profunda crisis económica, con miles de ERTES y ERES, y aumentaba la polarización social y la división entre sectores de la población a causa de diferentes ideologías desencarnadas de la realidad.
Hemos pasado el verano como si a la vuelta del mismo fuera a regresar espontáneamente la normalidad perdida, convirtiendo todo en un mal sueño. Los centros escolares se prepararon con planes exhaustivos que preveían detalladamente cómo evitar contagios, pero dejaban de lado la educación de nuestros hijos en un contexto extraordinario como el actual; los hospitales y los centros de salud se llenaron de mascarillas, pero olvidaron organizar el mantenimiento de los servicios básicos para no condenar a la gente a sufrir las distintas enfermedades, diferentes del coronavirus, en casa; la agenda parlamentaria se ha cubierto de iniciativas totalmente alejadas de las exigencias del momento actual, planteando temas puramente ideológicos como el del aborto, la eutanasia o el destino del Valle de los Caídos, como si nuestras vidas dependieran de ellos. Ciertamente, son simples ejemplos, pero que muestran a la perfección las consecuencias de aquél nefasto lema: desconocer la realidad, dejar en el último plano el sufrimiento de las personas, no anticiparse a las eventuales consecuencias con el fin de impedir que se produzcan implica condenarnos a repetir errores y a aumentar los efectos de esta situación.
Basta con mirar a nuestro alrededor para comprender que estamos incurriendo en el mismo error, por exceso y por defecto. Por exceso por cuanto que en ocasiones todo el foco de atención se pone en la pandemia y su tratamiento sanitario, como si no hubiera otras necesidades o urgencias que atender que nos afectan igualmente en nuestro día a día, lo que nos lleva a descuidarlas y, sobre todo, a olvidar a quienes las padece. Por defecto, porque las medidas que se están adoptando para reaccionar ante esta grave situación no toman en consideración todas las dimensiones del problema, son cortoplacistas y en no pocos casos son más operaciones de marketing que soluciones eficaces en la lucha contra el virus.
Cuando todo está saliendo mal otra vez, no podemos seguir viviendo como si nada estuviera pasando, incluso aunque la situación no nos golpee directamente. No podemos permanecer insensibles ante el sufrimiento ajeno. No podemos quedarnos indiferentes ante una realidad dramática que, aunque se oculte en los medios, conocemos de primera mano, porque lo vemos en nuestros barrios, en nuestros pueblos, en nuestras familias, en nuestros círculos sociales. Los pacientes mueren en los hospitales sin familiares a su lado porque los protocolos impiden la presencia permanente; las situaciones de vulnerabilidad social aumentan porque la crisis continúa ampliando sus efectos y no terminan de llegar las ayudas prometidas y anunciadas a bombo y platillo; nuestros hijos, aunque no lo expresen, están padeciendo las consecuencias de no poder abrazar a sus abuelos, jugar con sus amigos o moverse libremente. Algunos de ellos son sacrificios que hemos de realizar porque la situación lo exige; otros, no. En cualquier caso, resulta imprescindible tomar en consideración todas las dimensiones de esta crisis que desde hace tiempo ha dejado de ser únicamente sanitaria.
Tenemos la responsabilidad de ayudar en todo aquello que esté a nuestro alcance. Y también de exigir a nuestros dirigentes que dejen de crear división social y pasen a buscar el bien común. Nos va la vida en ello. Literalmente.
GRUPO AREÓPAGO
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