Uno de los signos de nuestro tiempo es la sinrazón que se deriva de la pérdida del valor colectivo de la fe (en el sentido de creencia en la existencia de Dios) entre nuestros contemporáneos. No nos referimos al hecho de creer o no creer, ni a la disminución o aumento, en función de la parte del planeta que se considere, del número de personas que se confiesan creyentes, sino a la práctica desaparición de la importancia de la asunción compartida de una serie de valores objetivos, indisponibles y preexistentes, a nivel personal y comunitario, definidores de la conciencia personal y de los usos sociales, que es, sin duda, uno de los mayores logros de la civilización occidental.
El valor del bien, de la verdad, de la justicia, de la libertad, por señalar algunos de los más significativos, han perdido vigencia como elementos forjadores de comunidad. Todo es relativo y, por tanto, también lo son estos valores, aunque hayan sido practicados durante decenas de lustros. ¿Qué, si no esto, explica la normalización del aborto o de la eutanasia vinculados a la libertad individual, aunque supongan revisar claramente el valor objetivo de la vida de cada persona –el embrión y quien está en situación de sufrimiento extremo– y de su dignidad como premisas indiscutibles? ¿Cómo se justifica la paulatina desaparición de la educación especial para niños que tienen necesidades particulares o la existencia de centros de trabajo con personas discapacitadas si no es para desincentivar a medio plazo su existencia?
Desde la perspectiva contraria, ¿cómo es posible que se opte por limitar la libertad de movimiento de personas que, en ejercicio de su libertad responsable, opten por no vacunarse ante el COVID cuando resulta evidente que no basta por sí mismo para hacer frente a la situación que estamos viviendo y no pueden menospreciarse algunos de los efectos secundarios de la vacuna, que son deliberadamente ocultados, obviando la verdad? ¿Qué justifica la criminalización del hombre por el mero hecho de serlo por parte de quienes llevan la ideología de género a su máxima expresión, despreciando el valor de la justicia? O, en la misma línea, ¿cómo es posible que proclame supuestamente la libertad para la autodeterminación de género y, al mismo tiempo, se penalicen las llamadas terapias de reversión, aunque sean solicitadas libremente por la persona afectada? Y, más aún, ¿por qué a casi nadie parece importarle el sufrimiento de las mujeres que abortan, de las personas con enfermedades incurables, de las personas con algún tipo de discapacidad y muy pocos buscan su bien?
Todas estas contradicciones, manifestaciones de la época que estamos viviendo, son claros síntomas de la peor enfermedad que podemos padecer a nivel social: el individualismo relativista. Cada cual queda condenado a vivir su propio destino, en función de sus decisiones, sin espacio para rectificar sus posibles errores, para la caridad, para la corrección fraterna y, sobre todo, sin posibilidad de discrepancia, so pretexto de una falsa libertad que, en realidad, todos estamos perdiendo.
Una enfermedad que necesita de dos de los elementos que han permitido construir nuestra civilización: la fe y la razón.
GRUPO AREÓPAGO
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