El Este de Europa está viviendo un hecho histórico, donde cientos de miles de personas llaman a la puerta de nuestro “desarrollado” continente y nuestra “moderna” Unión Europea, huyendo de la barbarie y la guerra en el más legítimo acto de supervivencia y protección de los suyos. Personas, que ante la fragilidad de sus circunstancias y la incapacidad de las autoridades por afrontar esta crisis, son víctimas de mafias y extorsionadores que hacen más dramática su situación; hombres, mujeres y niños que se apiñan en estaciones añorando coger un tren, donde viajan en condiciones que nos recuerdan aquellos inhumanos ferrocarriles, cargados de judíos, camino de los campos de concentración; personas, que los únicos gestos de humanidad que reciben cuando pisan suelo europeo, les viene de un voluntario que les ofrece un poco de agua y comida, y unas curas para unos pies cansados y doloridos.
En estos momentos vivimos unos acontecimientos que se han denominado como la mayor crisis de refugiados desde la II Guerra Mundial. Por lo que una vez más, la historia nos coloca ante la crueldad humana, como en una prueba, como ante un desafío, como esperando una respuesta de aquellos que se supone han aprendido la lección para ver cómo reaccionan ante estos hechos.
La situación nos requiere estar a la altura y hacer uso de nuestra condición de ser humano. El cual no encuentra su plena realización y su sentido de existir en el egoísmo y en la defensa de su bienestar, sino en la virtud heroica de entregarse a los demás. Por lo tanto, ¡no, por favor! ¡qué no se vuelva a repetir las barbaries que caracterizaron al siglo XX! Y ahora que nosotros nos encontramos ante este reto, no dejemos que la indiferencia, o el dichoso síndrome postvacacional del que todo el mundo habla, nos haga permanecer ajenos a esta catástrofe, de la cual, algún día, nos pueda recriminar la historia nuestra actitud.
Grupo AREÓPAGO
Bien, sí, ¿musulmanes huyendo de musulmanes? Y lo que se dice en los nedios: Cifras desorbitadas…60 millones…¡60 millones!
Acogida, solidaridad, bondad, hospitalidad…
¿con eso se soluciona el problema? ¿No es un deber moral resolver este problema? ¿No es un parche egoísta hablar de acogida y no hablar de por qué no pueden vivir en sus hogares? Acoger sí, pero todo el mundo prefiere su casa.
Y una última reflexión ¿por qué casi nadie, ya no rebate, sino simplemente se hace eco de las voces críticas de obispos ante esta situación?