Mis padres tienen ochenta años redondos. Muy trabajados y envueltos de coqueras, se apañan para sacar adelante su día con autonomía suficiente, y con un cariño entre ellos que crece con su edad.
El trece de marzo decidí ir a vivir con ellos “por si acaso”. Toda esa semana la tensión se mascaba en España, y crecía a cada minuto, hasta que rompió con el decreto del estado de alarma.
Mi planteamiento con respecto de mis padres consistía en estar cercano por si tuviesen necesidad de ser atendidos. Incluía la disposición para atenderlos en caso de infección. En aquellas fechas la mayoría todavía pensábamos que este virus sólo era letal para personas muy mayores. Mis padres lo son.
Tras cuarenta días con ellos mi estupor no puede ser mayor.
En cuanto llegué a casa capté fue su preocupación por sus hijos, nietos y su consorte, no por ellos mismos. Con esta prioridad en sus corazones, han estado muy pendientes de las noticias y recomendaciones que se nos ofrecían, y muy activos poniendo todo de su parte para realizar las medidas de higiene.
Mi segunda impresión vino de la mano de la convivencia cotidiana. Simplemente en sus rutinas afloraba la enorme dignidad con la que estaban viviendo esta situación peculiar. Una guisaba, otro compraba y limpiaba. Todo con enorme sencillez, sin quejas ni reproches. He descubierto en ellos su talante constructivo. De vez en cuando salía el comentario “quizá mañana no estemos aquí ninguno” y la respuesta natural era vivir con total sencillez el día presente. También tenían respuesta al “mañana”, y a las cosas que no podemos controlar. “Mañana, si no estamos aquí, pues en otro sitio”. “Mañana será lo que Dios quiera”. Me ha sorprendido muchísimo esta confianza suya tan profunda en Dios y la serenidad que les otorga para vivir el momento.
Por último, después de veinte días, me encuentro con la tercera sorpresa: mi comprensión hacia ellos. En cualquier tipo de convivencia siempre hay roces. Los malentendidos que duelen surgen de no tener paciencia para mirar a tu compañero con profundidad. Esa mirada profunda, paciente y respetuosa, de pronto otorga el fruto de la comprensión. Y con la comprensión mil perdones y mil gestos de amor.
Vine a casa de mis padres con intención de ayudar. Y resulta que el mayor beneficiario estoy siendo yo. En este viaje estoy redescubriendo la grandeza del amor. Y sólo el ser humano es capaz de procurarlo, de compartirlo y de ofrecerlo. Esto de la mano de dos octogenarios, vulnerables y débiles.
Querría terminar con una observación de carácter social. Antes de esta crisis hablar de los ancianos era asociarlos con las pensiones y la dependencia. Qué injusto me parece. Los ancianos son nuestra gente que durante toda una vida y a día de hoy siguen transmitiendo el mayor de los valores a la sociedad. El amor. Quizá el único valor sobre el que el ser humano pueda vivir conforme a su dignidad.
Pedro Díaz-Maroto Tello, sacerdote
Deja un comentario de forma respetuosa para facilitar un diálogo constructivo