Si “lo bueno” no puede estar separado de Dios, y si las cosas sólo pueden existir porque participan del ser verdadero, bueno y bello, nosotros podemos llevar a cabo acciones y constituir construcciones sociales como miembros de la Iglesia, sin que el bien esté sometido a revisión. El fundamento para vivir lo bueno moral o éticamente es sencillamente Dios; y hacemos esto en la realidad social e histórica que es la Iglesia, en medio de una sociedad concreta que es la nuestra. Y sabemos bien que la bondad que hallamos en el mundo señala la bondad de Dios y participa de ella, pero no es idéntica a ella. Por esta razón, lo específico de la forma a través de la cual esta bondad se nos ha revelado a nosotros es indispensable. Esta forma es Jesús de Nazaret.
Él es nuestro camino hacia la bondad que es Dios. Sólo en Él tenemos lo infinito en lo finito de un modo en que lo finito no es destruido por lo infinito, sino que es restaurado, preservado y sostenido. En las encarnaciones griegas paganas, la presencia de la divinidad en la finitud destruye lo finito provocando una catástrofe sobre ello. Pero en la encarnación cristiana, la de Cristo, nuestra participación finita en lo infinito hace posible participar en una bondad que está más allá de nosotros, una bondad que es trascendente, una bondad infinita. Para la teología cristiana, desear a Jesús es desear el bien. Jesús es la presencia corporal del infinito que rasga la inmanencia del ser, pero sin destruir el ser por medio de una catástrofe. Al revés, el ser es restablecido en su bondad propia. Jesús es la manifestación plena y perfecta de la bondad de Dios, que no necesita ser desvelada progresivamente. Lo es como bondad infinita dada por entero en la historia, pero que nunca es enteramente agotada. Esto hace que la Iglesia sea indispensable, tanto para el conocimiento como para la participación en la bondad de Dios, pues la Iglesia re-presenta a Jesús al mundo como objeto de deseo.
Aunque Jesús es la forma de la bondad que se da en la existencia humana, necesitamos la obra personal del Espíritu Santo, como responsable de nuestra santificación, de la inhabitación y de la relación de familiaridad con Dios, pues Él “inhabita en nuestros corazones”. El papel del Espíritu Santo en la vida moral cristiana da a la explicación cristiana de la moral esta clave significativa que no puede ser considerada principalmente como resultado de un esfuerzo humano. Como decimos, el Espíritu Santo es central para la vida moral cristiana porque “dota” a los creyentes para unas obras que ellos no pueden lograr por sus propias fuerzas.
Partiendo, pues, de la carne de Jesús y de su presencia en la Iglesia, sólo la teología puede ordenar debidamente las demás formaciones sociales: la familia, el mercado, la relación con la tierra, que es el trabajo (el agrícola y ganadero en primer lugar) y la organización del trabajo, y finalmente el estado. Me confesaba un teólogo que el trabajo y el cuidado de la tierra tiene una especificidad que es cada vez más necesario reconocer, y que es tan esencial para la vida humana como las otras tres dimensiones señaladas. Ciertamente que entre las cuatro es tan difícil establecer un orden que hay que terminar reconociendo una especie de mutua relación muy estrecha ellas. Ninguna puede ser aislada de las demás, y todas está presentes en todas, por más que cada una se refiera a una relación específica.
La bondad de Dios solo se puede descubrir cuando la Iglesia es la institución social que hace inteligibles nuestras vidas. Esto, por supuesto, lleva inevitablemente al reordenamiento de las otras instituciones aquí mencionadas: la familia, el mercado, el estado y el trabajo. Muchos habrá que no estén de acuerdo con este principio y esta manera de ver las cosas. Será cuestión, pues, de estudiar a fondo y discutir sobre la Iglesia, la familia, el mercado, el estado y el trabajo relacionados con la bondad de Dios. Pero ésta se descubre no en una especulación abstracta, sino en una vida orientada hacia Dios que crea unas prácticas particulares que requieren privilegiar a ciertas instituciones sobre otras.
No hay tampoco que descartar la práctica social de la vida sacramental de la Iglesia, pues ésta ofrece la base para una concepción de la bondad que reconoce que el bien es una construcción social y, a la vez, que esa construcción no tiene lugar por obra de las capacidades inmanentes por una humanidad cerrada en sí misma. La ética se hace necesaria, y a la vez posible, en la discrepancia entre lo que nos ha sido dado en nuestro bautismo y lo que deberíamos ser en nuestras celebraciones eucarísticas. Por ejemplo, la ética social cristiana no tiene sentido alguno al margen del sacramento de la penitencia y de la correspondiente virtud de la penitencia. Pero eso implica también reconocer la importancia de las virtudes hacia las que el sacramento apunta y las leyes que nos guían hacia esas virtudes.
Termino con un pensamiento sencillo, pero poco vivido: si la Iglesia no es la Iglesia, el estado, la familia, el mercado y el trabajo no conocerán su verdadera naturaleza propia. Sólo cuando la Iglesia es la Iglesia, y no es lo que la cultura dominante cree que es, esas otras instituciones sociales pueden conocer su lugar propio. No es que la Iglesia “tenga” una ética social; más bien, la Iglesia es una ética social necesariamente en este mundo. Un buen horizonte para pensar los cristianos.
+Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo
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