Firma invitada por don Braulio Rodríguez Plaza: “Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que éste muriera?” (Jn 11,37)

Queremos, una vez más, sentir el dolor que ha traído el Covid-19 en tantos ámbitos de la vida de la humanidad; sentir, sobre todo en este duelo de 10 días, dolor con las personas que han perdido a sus familiares, sin poder estar junto a ellos en su muerte, sin despedirse de ellos, solos con su pena en su confinamiento. Se trata de ponerse en su lugar y, tal vez, escuchar sus lamentos por los difuntos: “¿Por qué esta muerte ahora y de este modo? ¿Quién ha desencadenado la pandemia?” Ésta ha llegado de improviso y ha dejado a su paso no sólo la muerte de hombres y mujeres de nuestro entorno. Además, también hemos de afrontar ahora una situación económica y social deplorable y muy seria, que tiene ya su componente de dolor e incertidumbre.

Llevo días dando vueltas a unas palabras leídas en un libro relativamente reciente (P. L. Berger, Cuestiones sobre la fe, 2006): “Dios aparece <en el Credo> como un Padre, un Dios que cuida, un Dios a quien se le pueden dirigir súplicas… Los seres humanos han invocado a este Dios a lo largo de los siglos, han gritado pidiéndole ayuda en las situaciones más extremas de sufrimiento y terror y una y otra vez el grito de llamada no ha obtenido respuesta”. Mi reflexión y oración no han ido en la línea de hacer una buena teodicea, esto es, una demostración de la existencia de Dios y de sus atributos, como la que indica que Dios es todopoderoso. Esta es una buena tarea, pero la haré de otro modo, tal vez más humano y comprensible para quienes están sufriendo. Parece mejor que me ocupe de la tensión que se puede generar en el creyente o el alejado entre la benevolencia de Dios (“Dios es bueno”) y su omnipotencia (“Dios es todopoderoso”).

Es un problema antiguo, que reaparece una y otra vez no sólo en la reflexión teológica, sino también en las innumerables crisis de fe en la vida de los creyentes que llamaríamos “ordinarias”. La pregunta clásica es: ¿cómo puede Dios, a quien reconocemos bueno y omnipotente, presidir un mundo lleno de sufrimiento inocente y de maldad no castigada? Los ejemplos son también clásicos: las catástrofes naturales, los terrorismos y los genocidios de gente inocente como en el Holocausto, estos últimos cometidos por gente malvada y depravada, pero, aparentemente, consentidos por Dios. ¿Cómo reaccionar ante la muerte de niños pequeños con tantas enfermedades increíblemente crueles e incurables?

Ante todos estos hechos, yo he de tener una respuesta satisfactoria para mí, por si es posible que otros la acepten. Una respuesta para alguien que cree en Dios, como es el caso del que escribe; y que también cree en su amor infinito mostrado al enviar a su Hijo Unigénito, Jesucristo, que no teoriza sobre el mal y el dolor, sino que en su encarnación participa “de nuestra carne y sangre, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo” (Heb 2,14). Y que, cuando me hago la pregunta de por qué existe el mal y el pecado, no puedo aceptar que a Dios no le interesen nuestros males ni nuestro dolor, y que, como Él no es el origen del mal ni del pecado, pues ha hecho las cosas bien, me conforme con aceptar que Dios permite los males que a la humanidad le vienen y a los malvados que los cometen. El capítulo 3 del libro del Génesis, que ofrece la imagen de la primera caída de la pareja humana, es sin duda, una respuesta a la existencia del problema del mal y de las tonterías humanas.

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Pero en la Escritura hay otras respuestas al mal y al pecado: la hostilidad que pone Dios entre la mujer y la serpiente, que ha continuar en sus descendencias, es esperanza para vencer al pecado y al mal; o la historia de Noé y la alianza que Dios lleva a cabo con él ante la corrupción de la humanidad con un nuevo comienzo. Pero sobre todo resplandece una realidad que entra en la historia de la humanidad: Dios tiene un proyecto, un plan o un designio salvador con Israel, con los descendientes de Abrahán, con quien el Dios todopoderoso hace pacto, alianza que Él nunca revocará, pese a la infidelidad y pecado del pueblo. La herencia de Israel, su elección, la promesa dada a este pueblo es para todos los pueblos, que también éstos pueden gozar de ella. Es la que el segundo Adán lleva adelante, convirtiéndola en eterna. A ella asocia Cristo a la Hija de Sion, la pobre Sierva del Señor, que ofrece su persona de manera total al Emmanuel, el Dios que sin dejar de ser Hijo de Padre es Hijo de esta tierra, que invoca a Dios “desde el confín de la tierra con el corazón abatido” (Sal 60,3) por el dolor de sus hermanos los hombres y mujeres.

Jesucristo acoge el pecado del mundo, pero igualmente acoge el dolor y el pecado de Israel, porque es Siervo doliente, que “soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores”, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultaban los rostros, despreciado y desestimado, herido de Dios y humillado. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos han curado (cfr. Is 53 3-4). Aunque en su muerte preguntó al Padre por qué le abandonaba, no osó hacer más preguntas como Job, el inocente, el justo puro a quien le suceden todo tipo de calamidades; al contrario, ofreció su vida en la Cruz por nuestra salvación, que es también la de Israel.

Impresiona, sin duda, que, en la descripción que hacen dos testigos de la ejecución de un niño en Auschwitz por los nazis, viendo su lenta agonía, se dijeran uno al otro: “¿Dónde está Dios?”, y le contestara éste: “Ahí, en la horca”. Pero me apena que esta frase se entienda por algunos: “Aquí muere Dios, no es posible seguir creyendo en Él”. Yo siento que la escena terrible me está diciendo: “Dios comparte la agonía del niño”. En el dolor de este niño inocente de Israel está presente Cristo, hijo de este pueblo, y quiero compartir la historia de la salvación. Y, como hijo de la Iglesia, la vivo, con todos los que quieran compartirla, pues es la herencia también del pueblo de Israel. Dios no ha dejado nada humano sin ser asumido por medio de su encarnación. “Hay algo que jamás podemos decirle a Dios: ¡No conociste el sufrimiento! Y es que Dios no ha venido a suprimir el dolor, ni siquiera a explicarlo. Pero sí que ha venido a llenarlo con su presencia. Por eso no digas nunca: ¿El sufrimiento existe? ¡Luego Dios no! Di más bien: Si el sufrimiento existe y Dios ha sufrido… ¿Qué sentido le ha dado al sufrimiento?” (Paul Claudel, Si Dios ha sufrido).

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Nada de esta historia se entiende, sin embargo, sin la resurrección de Jesucristo. Todo el edificio cristiano se derrumba si Jesús no ha resucitado; nada entenderíamos de lo que dice y hace la Iglesia, de lo que dijo e hizo Cristo; todo sería una farsa. El mundo no se entendería sino únicamente como un sobrevivir y un “sálvese el que pueda”. Pero hay que decir que los primeros cristianos, el grupo de los Doce y el resto de la primera comunidad, no esperaban la resurrección de su Maestro. Todo empieza con ese “grito entusiasta” de lo que constituye lo esencial que predicamos los cristianos (el kerigma) y que se resume así: “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón <Pedro>” (Lc 24,34). En la resurrección, que nadie vio, algo le ha sucedido a Jesús, a su persona, que viene de fuera de la experiencia de sus discípulos. Ellos no se lo inventan. El Resucitado se propone también a la experiencia del hombre de fe como una presencia en el mundo. Reducir todo a la interioridad de los Apóstoles, que “creyeron ver a Jesús resucitado” es contrario a todo el mensaje del Nuevo Testamento.

Nos dicen, quienes no aceptan la resurrección de Cristo, que es a los discípulos a los que les ocurrió algo, de modo que, tras el fracaso de la crucifixión y muerte de Jesús, ellos llegan a la convicción de que “la causa de Jesús” sigue. Y llevamos dos siglos dando vueltas a cómo entender la resurrección de Jesús. Y nos dicen que los Apóstoles, sobre todo Pedro, también san Pablo, han inventado el cristianismo. Algunos en España defienden estas posturas “teológicas” de la crítica liberal hoy; eso sí, lo hacen con doscientos años de retraso, aceptando posturas muy superadas.

Pero ese grito entusiasta: “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón <Pedro>” (Lc 24, 34) continua y quien lo acepta recibe la alegría pascual, el cumplimiento de los designios de Dios, para Israel y las naciones. Comprendo que el lenguaje humano no pueda expresar, testimoniar, una afirmación como ésta (“Cristo ha resucitado”). Es también intuición que es de orden de una verdad que no responde a los criterios modernos de conocimiento, o de demostraciones racionales tal y como son éstas definidas desde Descartes, Spinoza o Kant. Es mucha la fuerza de estas demostraciones racionales en el modo de entender el mundo y la supuesta verdad, y son muchos a creerla. Pero estos pensadores son muchas veces contestados, y más deben serlo, pues no dan solución a todas las necesidades humanas, y tienen sus fallos cuando no utilizan bien los métodos histórico-críticos, sin prejuicios de todo tipo.

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De cualquier modo, yo no pretendo imponer a nadie la fe cristiana, sino proponerla y mostrar que es tan aceptable o más que otras visiones del mundo y de las cosas. Y, por ello, el dolor de la gente, el grito de sus preguntas, o los problemas que puedan tener en aceptar lo que ocurre con esta pandemia u otros acontecimientos, se solucionan de muchos modos y no únicamente con palabras. Jesús no teoriza sobre el mal o sobre el dolor de la gente: habla y actúa con su luz y su cercanía. Lo mismo están haciendo miles y miles de cristianos e instituciones de la Iglesia, increíblemente bellas. No son teorías, son hechos constatados.

Pero quienes no aceptan bondad de Dios y su omnipotencia, pues en su opinión no resuelve Él los problemas, tendrán que preguntarse a su vez: ¿cómo solucionar el problema de la precariedad de esta vida, de su finitud, de que la vida se acaba y yo no consigo llenar mi corazón de la felicidad que ansío? El paraíso comunista no lo cree nadie. Una vida dentro solo de los contornos de este mundo, aunque tengamos todos deseos de sobrevivir, no satisface. Habrá que hablar muchas veces sobre el para qué de planes, proyectos, programas, ofertas, si la vida acaba cuando me convierto en difunto.

  ¿Acaso estoy pensando en la religión “opio del pueblo”, despreocupándome de este mundo? No me lo permite mi Señor Jesucristo. Hay que jugarse aquí la vida, pero sabiendo que Alguien me alienta, me da fuerzas y me espera en un abrazo definitivo.

+Braulio Rodríguez Plaza, Arzobispo, Emérito de Toledo

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