Firma invitada de don Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo: «No perezcamos en el caos»

Existen en nuestro tiempo muchas razones para detenerse y reflexionar. Hay una guerra en marcha con toda su capacidad técnica de destrucción, con refugiados y muertes. Más aún, el planeta está dividido y aparece con intensidad la fuerza del caos. Vemos cómo los pueblos que aspiran o han llegado en muchos de sus miembros a cierta cúspide de bienestar, de capacidad técnica y de dominio científico del mundo, pueden ser destruidos materialmente y por dentro, que es mayor desgracia a causa del odio, la prepotencia y la mentira. Vuelve a mostrarse con toda su crudeza el desprecio de la persona humana, hombres y mujeres a los que se considera sin valor alguno, muertos impunemente, pues la guerra no sirve para nada.

Sabemos también por experiencia que la tecnología y la capacidad de poder no pueden por sí solos alejar la capacidad destructiva del caos, que aparece en las guerras (todas civiles), las muertes violentas, el terrorismo, robos, violencia doméstica, luchas partidarias y partidistas, odio entre hermanos o compatriotas, luchas, en el fondo, tribales. ¿Cómo puede componerse este inmenso caos creado en Europa con la invasión de Ucrania, pero que afecta a todo el planeta? ¿Hay esperanza de un equilibrio que dé respiro al ser humano? ¡Ved la necesidad de orar para que cambie el corazón de los humanos y brille un horizonte distinto! Sí, hay necesidad de orar porque la violencia y el amor propio herido causan estragos, muertes de los más vulnerables, que me temo seamos en este momento todos.

En este contexto, pues, mi reflexión quiere balbucear palabras que indiquen un camino que se oponga a la fuerza del caos: la Pascua del Señor, el misterio pascual de Jesucristo, que pudieran constituir para nosotros las murallas auténticas que el Señor ha construido para la nueva familia que nos ha dado, pero abiertas a todo el mundo. Sí, la fiesta pascual tiene una importancia política no descubierta u olvidada de modo alarmante después de las terribles guerras del siglo XX. Nuestros pueblos de Europa tienen así necesidad de volver a los fundamentos espirituales si no quieren dirigirse a la autodestrucción o a la destrucción de aquellas virtudes que hacen posible las relaciones fraternas. Se trata de defender a la humanidad.

La Pascua de los hijos de Abraham era y sigue siendo una fiesta familiar. No se celebraba en el templo, aun cuando hubo tal edificio en diversas épocas de la historia de Israel. Tampoco en tiempos de Jesús. En el relato de la noche oscura en que tiene lugar el paso del Señor, aparece la casa como lugar de salvación, como refugio (cfr. Ex 12,1-14). Por otra parte, la noche de Egipto es imagen de las fuerzas de la muerte, la destrucción y del caos, en un lugar inhabitable. Por ello, en la celebración de Pascua, la casa y la familia ofrecen protección y abrigo. Pero, más tarde, lo es también Jerusalén. Toda la ciudad se consideraba lugar de salvación contra el caos, y sus muros eran como diques que defenderán la creación de Dios. Estamos hablando con imágenes.

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            Por Pascua, “todo Israel” debía acudir, pues, en peregrinación a la ciudad santa, para volver a los orígenes, para ser creado de nuevo, para recibir otra vez su liberación y fundamento. A lo largo de un año, un pueblo se halla siempre en peligro de disgregación, no solo en lo exterior, sino también por dentro, con riesgo de perder así las bases internas que lo sustentan y rigen. Sabemos que Jesús celebró la Pascua conformándose a estas prescripciones del libro del Éxodo y la tradición de los hijos de Abraham. Y lo hizo en aquel Jueves Santo con los que constituían su casa y su familia. De hecho, nosotros, los cristianos, somos su casa, su nueva familia, abierta a todos los pueblos. Casa viviente que aleja de las fuerzas del mal y del “enemigo de natura humana”, lugar de paz que protege a la creación y a nosotros mismos. Las murallas de esta Jerusalén se hacen fuertes en virtud del signo de la sangre de Cristo, es decir, en virtud del amor que llega hasta el fin y que no conoce límites. Este amor de Jesús es hoy lucha también contra el caos; es la fuerza creadora que funda continuamente al mundo, a los pueblos y a las familias; que ofrece así la paz/Shalom, un lugar de paz, en que podemos vivir el uno con el otro, el uno para el otro. Aun siendo cada uno distinto e irrepetible.

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Para ello hemos de vivir la familia/Iglesia como lugar ofrecido a la humanidad, abrigo de la criatura, que únicamente puede subsistir cuando ella misma se halla puesta bajo el signo del Cordero, cuando es protegida y congregada por el amor de Cristo. Esta familia, aislada de Cristo, no puede sobrevivir; se disuelve sin remedio si no se inserta en la familia de la humanidad, si por el amor de Cristo lo ofrece a todos los hombres y mujeres su estabilidad y firmeza.

Esta fiesta de Pascua ha traído siempre a nuestra memoria que, aunque tenemos casa, seguimos siendo nómadas, peregrinos como el antiguo Israel; como hombres y mujeres que somos, nunca nos hallamos definitivamente en casa, estamos siempre con un pie en el estribo. Y puesto que vamos de camino y nada nos pertenece, todo cuanto poseemos es de todos y nosotros mismos somos el uno para el otro. Es la enseñanza de Jesús, su mandato nuevo. La Iglesia primitiva tradujo la palabra Pascua como “paso”, y expresó de este modo el camino de Jesucristo a través de la muerte hasta la vida nueva de la Resurrección.

Así que esta fiesta sigue siendo para nosotros fiesta de peregrinación. Somos únicamente huéspedes en la tierra, y todos somos huéspedes de Dios. Por eso se nos exhorta a sentirnos hermanos de aquellos que son con nosotros huéspedes. El Señor, que se hizo Él mismo huésped y nómada, nos pide que nos abramos a todos aquellos que en este mundo han perdido la patria; espera de nosotros que nos pongamos a disposición de los que sufren, de los olvidados, de los encarcelados, de los perseguidos, de los que sufren la guerra en tantos sitios, nos sólo en Ucrania. Este es el punto de vista desde el que debemos entender la tierra, nuestra vida misma, el ser uno para el otro. Lo que verdaderamente cuenta no es lo que tenemos, sino lo que somos, personas que se han dado recíprocamente la paz, la patria, la familia y la nueva ciudad.

La Pascua se celebra en casa. Así lo hizo también Jesús. Pero era la noche en que iba a ser entregado y fue así, porque Él se levantó de la mesa y salió fuera, al otro lado del torrente Cedrón, extramuros. No tiene miedo al caos, no quiere esquivarlo, entrega su vida, es más fuerte que mal disgregador, el Diablo y la muerte. Y porque Él penetró en ese caos, nosotros, que le seguimos a Él, también lo afrontamos con confianza, porque las murallas de la Iglesia son la fe y el amor de Jesucristo.

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Cristo baja a la noche de la cruz, a la noche del sepulcro, porque su amor lleva en sí el amor de Dios, que es más poderoso que las fuerzas de la destrucción. Su victoria, por tanto, se hace real justamente en este salir, en el camino de la Pasión, de suerte que, en el misterio de Getsemaní, se halla ya presente el misterio del gozo pascual. Él es el más fuerte; no hay potencia que pueda resistirle ni lugar que no llene con su presencia. Nos invita a nosotros a emprender el camino con Él, pues donde hay fe y amor allí está Él, allí la fuerza de la paz, que vence la nada y la muerte.

Este camino litúrgico nos exhorta a buscar la soledad de la oración. Y nos invita también a buscarle entre aquellos que están solos, de los cuales nadie se preocupa, y renovar con Él, en medio de las tinieblas, la luz de la vida, que “Él” mismo es. Porque es su camino el que ha hecho posible que en este mundo se levante el nuevo día, la vida de Resurrección, que ya no conoce la noche. En la fe cristiana alcanzamos esta promesa. Pongámosla al alcance de todos, para que perezcamos en la noche del caos que pasa nuestro mundo. Amén.   

+Braulio Rodríguez Plaza

Arzobispo Emérito de Toledo

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