Firma invitada de don Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo: «Dificultades del apostolado de los hijos de la Iglesia»

En el momento actual de la Iglesia en el mundo se les insta a los cristianos a tratar de entender y actuar en campos que, en mi opinión, son necesarios y urgentes. Son temas de presencia pública, que afectan sobre todo a los fieles laicos en su apostolado. Un primer grupo de dificultades para actuar apostólicamente en una sociedad laica, tantas veces laicista, es de orden propiamente intelectual. En general, la inteligencia moderna, en su conjunto, está formada por los métodos positivos propios, que se denominan “científicos”. Y ya se sabe que quienes les denominan así no son los doctos propiamente, sino una masa de espíritus para quienes los métodos científicos se manifiestan como norma de toda verdad, fuera de la cual no existe certeza.

 De hecho, estas personas, en presencia de los datos de la fe, y de los que razonan su aceptación, experimentan malestar. Sienten que sus criterios ordinarios no son utilizables aquí, en el campo de la fe. Sin duda que los hechos dogmáticos de nuestra fe nos son trasmitidos por vía de testimonio, como toda realidad histórica; pero hay también en ellos, los datos dogmáticos, un orden de realidad que aparece ante un espíritu “científico” como susceptible de una certidumbre siempre aproximativa y sin el rigor de las llamadas ciencias “exactas”. Más aún: los datos de la revelación de Dios vienen de un dominio inaccesible a la razón humana por sí misma. En efecto, ellos pertenecen al mundo de la vida íntima de Dios y de la participación gratuita que de ella nos hace en Jesucristo.

  No son, por tanto, estos datos de la vida íntima de Dios, como las proposiciones matemáticas o las leyes físicas. Es en el testimonio de la Sagrada Escritura, eminentemente en el testimonio de Cristo y, en su continuidad, en el de la Iglesia, donde el creyente se apoya para adherirse a los datos revelados por Dios. Es pues justamente esta adhesión del espíritu de un creyente a un dato revelado lo que crea en la inteligencia del hombre de hoy un malestar, que le inquieta, porque siente una especie de temor a toda discusión sobre los motivos de su fe. Pero esta realidad no solo se da en personas alejadas de la fe cristiana; también se da en muchísimos “cristianos de toda la vida”. Disocian también éstos el ejercicio de su inteligencia, para la que no admiten más leyes que las de las disciplinas, y una vida espiritual que depende del sentimiento religioso y expresa una experiencia estrictamente personal.

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 La Iglesia ha insistido siempre sobre la “justificación racional de la fe”. La fe no es una especie de salto en lo absurdo, sino una certeza más alta, coherente con las de la razón. La razón recta distinguirá la fe auténtica de todas sus caricaturas, que son el iluminismo, el fanatismo, el oscurantismo. La verdadera fe no teme las especulaciones filosóficas o los progresos de las ciencias humanas. A mi parecer, es una pretensión inaceptable no admitir certidumbre más que en el orden de las ciencias positivas. Pero es preciso contar con esta actitud en tantos contemporáneos nuestros y no despreciarla. Y, por supuesto, respetar siempre a las personas y su conciencia.

Así pues, una primera dificultad para cualquier apostolado de los cristianos hoy procede de la situación espiritual que suscita la sociedad actual, nada abierta a todo cuanto traspase la certeza “científica” de las ciencias humanas. De modo que la fe les parecerá a los no creyentes o alejados un signo de debilidad, una especie de necesidad. Para ellos, el hombre lúcido debe tener el valor de prescindir de la fe y enfrentarse con la realidad, por triste que sea. ¿No les pasa algo parecido a los creyentes? ¿No les parece a muchos cristianos que la belleza del cristianismo y su manera de resolver los problemas humanos es demasiado simplista, demasiado bello para ser verdadero?

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Sin duda; muchos encuentran que su propio cristianismo da soluciones excesivamente fáciles para los grandes problemas que se debaten en nuestra sociedad concreta, en lo público. Y temen abandonarse en una pendiente si se adhieren a su fe. Esta, consuelo para el corazón, es presentada muchas veces como un confortamiento para el espíritu, como un seguro que busca el hombre para escapar a su dura condición de enfrentarse sin cesar con un mundo desconocido, sin otros recursos que los de su inteligencia.

Pero, ¿la vida fe es una actitud tan fácil? No. Aceptar a Dios, aceptar su amor, es aceptar también el sentirse molesto en mi voluntad de bastarme, de pertenecerme. En realidad, uno no cree porque todos los problemas estén resueltos, sino más bien porque no lo están. Al mismo tiempo, vemos que la fe no suprime la investigación “científica”. En este terreno, el creyente está en el mismo punto que el incrédulo. La fe no supone en este dominio ningún límite a la libertad de la investigación. El espíritu iluminado por la gracia tratará de comprenderlas, sin agotarlas nunca. La fe es la que trata de comprender (fides quaerens intelectum). El creyente puede ayudar al “agnóstico”, al reconocer que la esencia precede a la existencia, que Dios precede al hombre. Y esto, en realidad, es reconocer que yo no dispongo de mí, que debo entrar en un orden que yo no he inventado.

Muchas veces, el “alejado”, el no creyente, piensa que la fe es una evasión de los problemas del mundo, y prefiere dedicar todas sus fuerzas a la técnica y la organización para un mejor desenvolvimiento de su condición temporal para el que todas las energías son necesarias. Pero, en realidad, lejos de ser la fe una evasión, siempre que sea vivida, es una exigencia para la acción. Una exigencia para el laico cristiano, sobre todo, en orden a llevar adelante el plan de ordenación de la sociedad temporal. Una exigencia de eficacia temporal para hacer que reine la justicia, para asegurar a las personas humanas las condiciones de exigencia a la que tiene derecho. Fe y acción no son dos dominios separados; pero la primera es para el cristiano un resorte de acción tanto más fuerte en cuanto que es obediencia a una ley divina.        

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El amor de Dios y el amor de los hombres no son dos grandezas que se oponen; y es muy claro que, si los cristianos han sido infieles a sus tareas temporales, no es por haber amado excesivamente a Dios. El reproche hecho a la fe de sustraer a los hombres de las tareas de la tierra es absurdo.

Los miembros de la Iglesia, pues, debemos tener muy presente esta situación del espíritu actual de los “no creyentes”; el creyente sabe que, si existen miserias temporales, las hay también en el espíritu humano. Nuestro apostolado, tanto personal, pero, sobre todo, comunitariamente, “sinodalmente”, plantea estas dificultades y estos cuidados con un enorme respeto. Pero, a pesar de las dificultades, el creyente piensa que Jesucristo merece que se confíe en su palabra y anuncia el misterio de Señor como discípulo misionero.

+Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo

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